jueves, 16 de abril de 2020

Horacio Quiroga, vida y obra

Desde Barranca Yaco

Carácter es destino. Y por carácter debe entenderse la aceptación que uno hace de sí mismo en la forja de la autoconciencia, y la fuerza y la determinación con que esa aceptación se trasmite e impone a los demás. El destino de Quiroga fue trágico, un destino intuitivamente obedecido al principio, a veces resistido; pero consciente y triunfalmente asumido en las dos situaciones límite, en la doble hora de la verdad de un escritor: la creación y la muerte. Este tránsito surge documentado tanto en la vida de Quiroga como en el proceso de su obra, que culmina con el inesperado opus de su correspondencia con Martínez Estrada, su hermano menor, como lo llamara. Esos escritos merecen figurar entre lo mejor de su producción, cuando ya había renunciado a la literatura (y quizá por eso mismo).
La secuencia de hechos que marcaron el rumbo trágico, el sino de los Quiroga, como dijeron sus contemporáneos, es bien conocida; pero vale la pena insistir en ella, para visualizar su ritmo implacable. El 14 de marzo de 1879, cuando Horacio tenía dos meses y medio de edad, su padre murió al dispararse accidentalmente la escopeta. En 1902, el 5 de marzo, Quiroga, al examinar un revólver, mató accidentalmente a su íntimo amigo Federico Ferrando, su compañero en el Consistorio del Gay Saber. En ese mismo momento se echó a rodar la certidumbre del maleficio: "¿Qué me dice de Quiroga y su obra sangrienta?", comentó malévolamente Herrera y Reissig en una carta. En 1905, diciembre 6, su primera esposa, Ana María Cirés, se suicidó en Misiones. El 18 de febrero de 1937, él mismo, internado en el hospital de Clínicas de Buenos Aires, descubre que tiene cáncer y elige el cianuro.
La secuela de esa familia maldita no termina allí. En 1939 se suicidó su hija Eglé, sombríamente unida a su padre; y años después su hijo Darío, con quien su padre no se entendía, también se mató. La lista de infortunios no ha sido aún completada y oscuros casos hubo entre quienes se anudaron íntimamente a su vida, como María Ester Jurowski, su novia salteña. Habría otra, desconocida, cuya madre contó lo siguiente en el velorio de Quiroga, según versión que recogen Delgado y Brignole: "Años atrás Quiroga y una hija suya se habían querido apasionadamente. Ella se había opuesto a aquel amor con tal tenacidad que el idilio hubo de quebrarse para siempre. Tiempo después su hija fallecía. Cuando la estaban velando, penetró Quiroga en la capilla ardiente con un ramo de rosas. Lo depositó sobre el pecho de la muerta, permaneció de pie, a su lado, mirándola largo rato, y se fue sin pronunciar palabra".
Alfonsina Storni, su amiga, se arrojó al mar en 1938, el mismo año en que se suicidó Leopoldo Lugones, guía y maestro de Quiroga. "¿Qué pasa en este país que sus escritores se matan?", tronó Alfredo Palacios en el Congreso. Ninguna comisión investigadora le contestó. Quizás ese maleficio de los Quiroga arranca de un mediodía de febrero de 1835, en Barranca Yaco, cuando fue asesinado Facundo Quiroga, el caudillo riojano. El padre de Horacio se enorgullecía de su linaje, entroncado colateralmente con el del legendario Tigre de los Llanos.
De un modo oscuro, todas esas muertes le pertenecen, sobre todo la de Ferrando, que torció el rumbo de su vida. Hasta ese momento, Quiroga pudo sentirse autorizado a pensar que el azar, la casualidad cruel, el absurdo arbitrario eran divinidades menores que intervenían en su vida. De Ferrando en adelante, y muy precisamente a partir del suicidio de su primera mujer, está obligado a pensar que una fuerza impersonal, una columbrada ley eterna se le opone, "El destino no es ciego -meditará después-. Sus resoluciones fatales obedecen a una armonía todavía inaccesible para nosotros, a una felicidad superior oculta en las sombras...".
A los veintitrés años, algunas instituciones literarias del escritor decadente y refinado se tornan dolorosamente ciertas. Podrá practicar el humor, el deporte, el cuento liviano y fácil; será pionero agrario e industrial en el Chaco y Misiones, y tal vez logre la revelación del mundo material a través de sus manos. Íntimamente sabe, sin embargo, o al menos lo sabemos nosotros, que todas esas operaciones son conjuros, refugios, escapes, paréntesis de recuperación, solicitudes de tregua ante su destino que es su carácter. Exactamente eso fue su período de dieciséis años en Buenos Aires.

Modernismo y terror

Nadie es, sino que deviene. Donde la psicología y la biografía golpean contra muros opacos, la historia literaria sugiere vías laterales de acceso.
La Revista del Salto (1899-900), que Quiroga dirigió; el Consistorio del Gay Saber, cuyo pontífice fue Quiroga y que se prolongó hasta que la muerte de Ferrando determinó la voluntaria expatriación de Quiroga y separó a los componentes del cenáculo; Los arrecifes de coral (1901), libro de verso y prosa de restallante vanguardismo; e incluso los cuentos que escribe durante la primera década del siglo, todo eso pertenece al movimiento modernista. Suele olvidarse y por eso conviene repetirlo: el Modernismo hispanoamericano, con sus intromisiones parnasianas y algunas volubilidades neoclásicas, es un gajo desprendido del decadentismo europeo, y este a su vez constituye el último tramo del vigoroso Romanticismo. Entre modernistas y decadentes se perciben ciertos estados mentales comunes y peculiaridades de conducta que los hermanan, particularmente en los temas que expresan una sensibilidad erótica muy agudizada, que los conduce a exaltar el lujo y la voluptuosidad, la crueldad y el horror, los placeres sensuales y hasta el incesto, el sadismo, el satanismo y otras perversiones, según enumera el escandalizado Croce.
Durante la primera etapa de su obra, la estrictamente modernista, que puede extenderse, en razón de libros, hasta Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Quiroga usurpa esas visiones, abusa de sus temas y con ellos extorsiona sádicamente -lo espeluznante, lo espantoso- a sus lectores: excesos sexuales, zoofilia, vampirismo. Tanto en su época como hoy, estas creaciones o ensayos han sido recusadas por expresar una desorientación vital y espiritual, y -con mayor contundencia crítica- por presentar torpes y endebles construcciones literarias. Un examen de su recargada simbología convence de que Quiroga se mantuvo fiel, a lo largo de toda su obra (véase su último libro, Más allá, 1935), a los demonios que en ella pretendió convocar, a veces recurriendo a los recursos más burdos, equivalentes narrativos de la sábana y la voz ahuecada.

Selva y trabajo

La primera etapa de esa maduración se cumple durante la década inicial del siglo y se descompone en dos instancias. La muerte de Ferrando confirma todos sus fantasmas literarios y le impide considerar casuales, irrepetibles, las muertes de padre y padrastro. Luego, dos descubrimientos que también realiza por entonces: la selva y el trabajo.
Aunque Leopoldo Lugones solo llevaba cuatro años a Quiroga, fue su maestro y mentor literario. El hallazgo de la “Oda a la desnudez” confirmó a los muchachos del Consistorio todo lo que buscaban en literatura, y allá marcharon a Buenos Aires, en peregrinación, a adorar al maestro. Después de la muerte de Ferrando, Quiroga huyó a Buenos Aires, y un año después, en 1903, Lugones lo invitó a ingresar como fotógrafo en una expedición de estudio de las ruinas jesuíticas en Misiones. Quiroga se preparó para la empresa como un elegante: sombreros de brin, camisas sport, camisetas mercerizadas, igual a un señorito que se dirige de vacaciones a un balneario de moda.
Sin embargo, lo mismo que la falta de dinero y el hambre durante su estadía en París tres años antes, la selva de Misiones lo fue despojando de todo su ajuar de dandy y sus afeites de civilizado. La vida al aire libre le curó asma y trastornos digestivos. Abandonadas al borde del camino, por inservibles, las botas inglesas y los pantalones ajustados, rasgadas las camisas por las plantas espinosas, Quiroga quedó reducido a lo más escueto y esencial, a la pobreza funcional que impone un medio agresivo y tonificante.
Al escritor que, obedeciendo tanto a oscuras apetencias de su inconsciente como a la moda literaria, se ejercitaba con los objetos de terror y horror como categorías de lo bello, Misiones le propuso algo más que símbolos decadentes y refinados: allí la selva misma era un sitio misterioso, amenazador, desconocido, cambiante. El símbolo se hizo realidad. Era como vivir en el escenario mismo de las alegorías que expresaban su inconsciente, era tal vez la verificación de hondas premoniciones.
En 1905, con el dinero de la herencia familiar, realizó otra experiencia decisiva, la del trabajo. Compró tierras en el Chaco y se instaló en ellas como plantador de algodón. Fracasó económicamente, pero el trabajo con sus propias manos, de las cuales dependía su supervivencia, le permitió acceder a otra realidad, la de los objetos. El trabajo, la elaboración material y directa de las cosas, fue una de las vías de encontrarse a sí mismo, de realizarse; el artesano, el agricultor y el industrial que nacieron en el Chaco le entregaron una forma de autoconciencia. Dice Hegel en la Fenomenología que "La relación negativa con el objeto se convierte en forma de este y en algo permanente, precisamente porque ante el trabajador el objeto tiene independencia".

Selección y recorte de la revista uruguaya Capítulo Oriental 17. Horacio Quiroga, vida y obra. 1968.
Prof. Cristhian da Costa

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ricardo Prieto

Ricardo Prieto (Montevideo, 1943-2008) Considerado uno de los dramaturgos uruguayos de mayor proyección nacional e internacional. Estudi...