Desde Barranca Yaco

La
secuencia de hechos que marcaron el rumbo trágico, el sino de los
Quiroga, como dijeron sus contemporáneos, es bien conocida; pero
vale la pena insistir en ella, para visualizar su ritmo implacable.
El 14 de marzo de 1879, cuando Horacio tenía dos meses y medio de
edad, su padre murió al dispararse accidentalmente la escopeta. En
1902, el 5 de marzo, Quiroga, al examinar un revólver, mató
accidentalmente a su íntimo amigo Federico Ferrando, su compañero
en el Consistorio del Gay Saber.
En ese mismo momento se echó a rodar la certidumbre del maleficio:
"¿Qué me dice de Quiroga y su obra sangrienta?", comentó
malévolamente Herrera y Reissig en una carta. En 1905, diciembre 6,
su primera esposa, Ana María Cirés, se suicidó en Misiones. El 18
de febrero de 1937, él mismo, internado en el hospital de Clínicas
de Buenos Aires, descubre que tiene cáncer y elige el cianuro.
La
secuela de esa familia maldita no termina allí. En 1939 se suicidó
su hija Eglé, sombríamente unida a su padre; y años después su
hijo Darío, con quien su padre no se entendía, también se mató.
La lista de infortunios no ha sido aún completada y oscuros casos
hubo entre quienes se anudaron íntimamente a su vida, como María
Ester Jurowski, su novia salteña. Habría otra, desconocida, cuya
madre contó lo siguiente en el velorio de Quiroga, según versión
que recogen Delgado y Brignole: "Años atrás Quiroga y una hija
suya se habían querido apasionadamente. Ella se había opuesto a
aquel amor con tal tenacidad que el idilio hubo de quebrarse para
siempre. Tiempo después su hija fallecía. Cuando la estaban
velando, penetró Quiroga en la capilla ardiente con un ramo de
rosas. Lo depositó sobre el pecho de la muerta, permaneció de pie,
a su lado, mirándola largo rato, y se fue sin pronunciar palabra".
Alfonsina
Storni, su amiga, se arrojó al mar en 1938, el mismo año en que se
suicidó Leopoldo Lugones, guía y maestro de Quiroga. "¿Qué
pasa en este país que sus escritores se matan?", tronó Alfredo
Palacios en el Congreso. Ninguna comisión investigadora le contestó.
Quizás ese maleficio de los Quiroga arranca de un mediodía de
febrero de 1835, en Barranca Yaco, cuando fue asesinado Facundo
Quiroga, el caudillo riojano. El padre de Horacio se enorgullecía de
su linaje, entroncado colateralmente con el del legendario Tigre de
los Llanos.
De
un modo oscuro, todas esas muertes le pertenecen, sobre todo la de
Ferrando, que torció el rumbo de su vida. Hasta ese momento, Quiroga
pudo sentirse autorizado a pensar que el azar, la casualidad cruel,
el absurdo arbitrario eran divinidades menores que intervenían en su
vida. De Ferrando en adelante, y muy precisamente a partir del
suicidio de su primera mujer, está obligado a pensar que una fuerza
impersonal, una columbrada ley eterna se le opone, "El destino
no es ciego -meditará después-. Sus resoluciones fatales obedecen a
una armonía todavía inaccesible para nosotros, a una felicidad
superior oculta en las sombras...".
A
los veintitrés años, algunas instituciones literarias del escritor
decadente y refinado se tornan dolorosamente ciertas. Podrá
practicar el humor, el deporte, el cuento liviano y fácil; será
pionero agrario e industrial en el Chaco y Misiones, y tal vez logre
la revelación del mundo material a través de sus manos. Íntimamente
sabe, sin embargo, o al menos lo sabemos nosotros, que todas esas
operaciones son conjuros, refugios, escapes, paréntesis de
recuperación, solicitudes de tregua ante su destino que es su
carácter. Exactamente eso fue su período de dieciséis años en
Buenos Aires.
Modernismo y terror
Nadie
es, sino que deviene. Donde la psicología y la biografía golpean
contra muros opacos, la historia literaria sugiere vías laterales de
acceso.
La
Revista del Salto (1899-900), que Quiroga dirigió; el
Consistorio del Gay Saber, cuyo pontífice fue Quiroga y que
se prolongó hasta que la muerte de Ferrando determinó la voluntaria
expatriación de Quiroga y separó a los componentes del cenáculo;
Los arrecifes de coral (1901), libro de verso y prosa de
restallante vanguardismo; e incluso los cuentos que escribe durante
la primera década del siglo, todo eso pertenece al movimiento
modernista. Suele olvidarse y por eso conviene repetirlo: el
Modernismo hispanoamericano, con sus intromisiones parnasianas y
algunas volubilidades neoclásicas, es un gajo desprendido del
decadentismo europeo, y este a su vez constituye el último tramo del
vigoroso Romanticismo. Entre modernistas y decadentes se perciben
ciertos estados mentales comunes y peculiaridades de conducta que los
hermanan, particularmente en los temas que expresan una sensibilidad
erótica muy agudizada, que los conduce a exaltar el lujo y la
voluptuosidad, la crueldad y el horror, los placeres sensuales y
hasta el incesto, el sadismo, el satanismo y otras perversiones,
según enumera el escandalizado Croce.
Durante
la primera etapa de su obra, la estrictamente modernista, que puede
extenderse, en razón de libros, hasta Cuentos de amor, de locura
y de muerte (1917), Quiroga usurpa esas visiones, abusa de sus
temas y con ellos extorsiona sádicamente -lo espeluznante, lo
espantoso- a sus lectores: excesos sexuales, zoofilia, vampirismo.
Tanto en su época como hoy, estas creaciones o ensayos han sido
recusadas por expresar una desorientación vital y espiritual, y -con
mayor contundencia crítica- por presentar torpes y endebles
construcciones literarias. Un examen de su recargada simbología
convence de que Quiroga se mantuvo fiel, a lo largo de toda su obra
(véase su último libro, Más allá, 1935), a los demonios
que en ella pretendió convocar, a veces recurriendo a los recursos
más burdos, equivalentes narrativos de la sábana y la voz ahuecada.
Selva y trabajo
La
primera etapa de esa maduración se cumple durante la década inicial
del siglo y se descompone en dos instancias. La muerte de Ferrando
confirma todos sus fantasmas literarios y le impide considerar
casuales, irrepetibles, las muertes de padre y padrastro. Luego, dos
descubrimientos que también realiza por entonces: la selva y el
trabajo.
Aunque
Leopoldo Lugones solo llevaba cuatro años a Quiroga, fue su maestro
y mentor literario. El hallazgo de la “Oda
a la desnudez” confirmó a los muchachos del Consistorio
todo lo que buscaban en literatura, y allá marcharon a Buenos Aires,
en peregrinación, a adorar al maestro. Después de la muerte de
Ferrando, Quiroga huyó a Buenos Aires, y un año después, en 1903,
Lugones lo invitó a ingresar como fotógrafo en una expedición de
estudio de las ruinas jesuíticas en Misiones. Quiroga se preparó
para la empresa como un elegante: sombreros de brin, camisas sport,
camisetas mercerizadas, igual a un señorito que se dirige de
vacaciones a un balneario de moda.
Sin
embargo, lo mismo que la falta de dinero y el hambre durante su
estadía en París tres años antes, la selva de Misiones lo fue
despojando de todo su ajuar de dandy y sus afeites de civilizado. La
vida al aire libre le curó asma y trastornos digestivos. Abandonadas
al borde del camino, por inservibles, las botas inglesas y los
pantalones ajustados, rasgadas las camisas por las plantas espinosas,
Quiroga quedó reducido a lo más escueto y esencial, a la pobreza
funcional que impone un medio agresivo y tonificante.
Al
escritor que, obedeciendo tanto a oscuras apetencias de su
inconsciente como a la moda literaria, se ejercitaba con los objetos
de terror y horror como categorías de lo bello, Misiones le propuso
algo más que símbolos decadentes y refinados: allí la selva misma
era un sitio misterioso, amenazador, desconocido, cambiante. El
símbolo se hizo realidad. Era como vivir en el escenario mismo de
las alegorías que expresaban su inconsciente, era tal vez la
verificación de hondas premoniciones.
En
1905, con el dinero de la herencia familiar, realizó otra
experiencia decisiva, la del trabajo. Compró tierras en el Chaco y
se instaló en ellas como plantador de algodón. Fracasó
económicamente, pero el trabajo con sus propias manos, de las cuales
dependía su supervivencia, le permitió acceder a otra realidad, la
de los objetos. El trabajo, la elaboración material y directa de las
cosas, fue una de las vías de encontrarse a sí mismo, de
realizarse; el artesano, el agricultor y el industrial que nacieron
en el Chaco le entregaron una forma de autoconciencia. Dice Hegel en
la Fenomenología que "La relación negativa con el objeto se
convierte en forma de este y en algo permanente, precisamente porque
ante el trabajador el objeto tiene independencia".
Selección y recorte de la revista uruguaya Capítulo Oriental 17. Horacio Quiroga, vida y obra. 1968.
Prof. Cristhian da Costa
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