lunes, 20 de abril de 2020

¿Qué es la Literatura?


El arte de la palabra. La belleza del lenguage. Realización de las potencialidades estéticas y lingüísticas de la lengua. Aquello que es digno de ser leído y estudiado. Todo lo que representa el acerbo cultural de una época y cultura determinada. Lo canónico. Estas y otras han sido algunas de las tantas definiciones que se han aventurado sobre eso que llamamos Literatura.

He aquí un video ilustrativo del tema


viernes, 17 de abril de 2020

Horacio Quiroga, selección de cuentos

A la deriva

El hombre pisó blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y
comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también.
Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú- Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el
borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar. FIN

El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta
que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. 
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y lasirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. FIN

El hombre muerto

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!
Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.
Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.El hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.
Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre.
Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.
¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas....Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!
¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen!
Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado. FIN

El solitario

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida.
Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya -¡y con cuánta pasión deseaba ella!- trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida -debía partir, no era para ella- caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
-Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti -decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento. Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
-¡Y eres un hombre, tú! -murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
-No eres feliz conmigo, María -expresaba al rato.
-¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres! ... ¡Pobre diablo! -concluía con risa nerviosa, yéndose.Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
-Sí... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuándo la hiciste?
-Desde el martes -mirábala él con descolorida ternura- dormías de noche...
-¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo.
Luego, un ataque de sollozos.
-¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un
miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas
increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor -cinco mil pesos en dos solitarios-. Buscó en sus cajones de nuevo.
-¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
-Sí, lo he visto.
-¿Dónde está? -se volvió extrañado.
-¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
-Te queda muy bien -dijo Kassim al rato-. Guardémoslo.
María se rió.
-¡Oh, no! es mío.
-¿Broma?...
-¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
-Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
-¡Oh! -cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
-¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
-No mires así... Has sido imprudente, nada más.
-¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere... me
llamas ladrona a mí! ¡Infame!Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.
-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
-Una agua admirable... -prosiguió él- costará nueve o diez mil pesos.
-¡Un anillo! -murmuró María al fin.
-No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
-Si quieres hacerlo después... -se atrevió Kassim-. Es un trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
-María, te pueden ver!
-¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
-No -repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
-¡Dame el brillante! -clamó-. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
-María... -tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
-¡Ah! -rugió su mujer enloquecida-. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón,
ladrón! Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! -y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.
-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
-Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
-¡Mi brillante!
-Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
-Dámelo!La bola montó de nuevo a la garganta.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban
pocas horas ya.
María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
-Es mentira, Kassim -le dijo.
-¡Oh! -repuso Kassim sonriendo- no es nada.
-¡Te juro que es mentira! -insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
-¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.
-Y no me dice más que eso... -murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.
-¡Dámelo!
-Sí, es para ti; falta poco, María -repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido. FIN

La gallina degollada

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio.
Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí...! ¡sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es herencia, que...?—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo.
Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...!
—murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.
Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste...?
—¡Nada!
—Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin!— murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún.
Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma...
No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó mas la voz ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro. FIN

Los guantes de goma


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose en seguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.
Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.
-¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? -preguntole alguno.
-¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? -se volvió a Ofelia.
-Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.
Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.
Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.
-Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: “No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno”.
Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.
-Y la viruela no se cura, ¿no? -atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.
-¡Es un caso completamente benigno! -repitieron las hermanas, rosadas de espíritu profético. Si bien horas después llevábanse al enfermo y su contagio a la Casa de Aislamiento. Supimos de noche que seguía mal, con la más fúnebre viruela negra que es posible adquirir en la Aduana. Al día siguiente fueron hombres a desinfectar la pieza donde había incubado la terrible cosa, y tres días después el individuo moría, licuado en hemorragias.
Bien que nuestro contacto con el mortal hubiera sido mínimo, no vivimos del todo tranquilos hasta pasados siete días. Fatalmente surgía a diario, en el comedor, el sepulcral tema, y como en la mesa había quienes conocían a los microbios, estos tornaron sospechosa toda agua, aire y tacto.
La muerte, ya habitual seguramente en los terrores nerviosos de Desdémona, cobró esta vez forma más tangible en la persona de sus sutiles nietos.
-¡Oh, qué horror, los microbios! -apretábase los ojos-. Pensar que uno está lleno de ellos…
Tenga cuidado con sus manos, y descartará muchas probabilidades -compadeciola uno.
-No tanto -arguyó otro-. Ha habido contagios por carta. ¿A quién se le va a ocurrir lavarse las manos para abrir un sobre?
Los ojos desmesurados de Ofelia quedáronse fijos en el último. Los otros hablaban, pero este había sugerido cosas maravillosamente lúgubres para que la mirada de la joven se apartara de él. Después de un rato de inmóvil ensueño terrorífico, mirose bruscamente las manos. No sé quién tuvo entonces la desdicha de azuzarla.
-Llegará a verlos. La insistencia en mirarse las manos desarrolla la vista en modo tal que poco a poco se llega a ver trepar los microbios por ella…
-¡Qué horror! ¡Cállese! -gritó Desdémona.
Pero ya el trastorno estaba producido. Días después dejaba yo de comer allá, y un año más tarde fui un anochecer a ver a la gente aquella. Extrañome el silencio de la casa; hallé a todos reunidos en el comedor, silenciosos y los ojos enrojecidos; Desdémona había muerto dos días antes. En seguida recordé al individuo de la viruela; tenía por qué, sin darme cuenta.
Durante el mes subsiguiente a mi retirada, Desdémona no vivió sino lavándose las manos. En pos de cada ablución mirábase detenidamente aquellas, satisfecha de su esterilidad. Mas poco a poco dilatábanse sus ojos y comprendía bien que en pos de un momento de contacto con la manga de su vestido, nada más fácil que los microbios de la terrible viruela estuvieran trepando a escape por sus manos. Volvía al lavatorio, saliendo de él al cuarto de hora con los dedos enrojecidos. Diez minutos después los microbios estaban trepando de nuevo.
La madre -que habiendo leído antes de casarse una novela, conservaba aún debilidad por el más romántico de los tres nombres filiales- llegó a hallar excesivo ese distinguido temor. La piel de las manos, terriblemente mortificada, lucía en rosa vivo, como si estuviera despellejada.
El médico hizo notar claramente a la joven que se trataba de una monomanía -peligrosa, si se quiere- pero al fin monomanía. Que razonara, etcétera.
Desdémona asintió de buen grado, pues ella lo comprendía perfectamente. Retirose muy feliz. Después de reírse de sí misma con sus hermanas, llevose las manos vendadas a los ojos, con un hondo suspiro de obsesión concluida al fin.
-Pensar que yo creía que trepaban… -se dijo; y continuó mirándolas. Poco a poco sus ojos fuéronse dilatando. Sacudió por fin aquellas con un movimiento brusco y volvió la vista a otro lado, contraída, esforzándose por pensar en otra cosa. Diez minutos después el desesperado cepillo tornaba a destrozar la piel.
Durante largos meses la locura siguió, volviendo alegre de los consultorios, curada definitivamente, para, después de dos minutos de muda contemplación, correr al agua.
Fuese a otro médico, el cual, más escéptico que sus colegas respecto a ideas fijas, librose muy bien de sugestiones intelectuales, tentando, en cambio, la curación en la misma corriente de aquellas. En pos de un atento examen de la mano en todo sentido, dijo a Desdémona, con voz y ojos muy claros:
-Esta piel está enferma. Su cepillo la maltrata más aún, pero hay que modificarla; siempre, si no, estaría expuesta.
Y perdió dos horas en tocar la mano casi poro por poro con una jeringuilla llena de solución A. Luego, cada diez contactos, un algodón empapado en solución B, y oprimido allí silenciosamente medio minuto.
Ese día fue Desdémona tan dichosa que en la noche despertose varias veces, sin la menor tentación, aunque pensaba en ello. Pero a la mañana siguiente arrancose todas las vendas para lavarse desesperadamente las manos.
Así el cepillo devoró la epidermis y aquellas quedaron en carne viva. El último médico, informado de los fracasos en todo orden de sugestión, curó aquello, encerrando luego las manos en herméticos guantes de goma, ceñidos al antebrazo con colodiones, tiras y gutaperchas.
-De este modo -le dijo- tenga la más absoluta seguridad de que los microbios no pueden entrar. A más, debo decirle que en el estado en que están sus manos, a la menor locura que haga puede perderlas.
-¡Si sé que son locuras mías! -reíase confundida.
Y fue feliz hasta el preciso momento en que se le ocurrió que nada era más posible que un microbio hubiera quedado adentro. Razonó desesperadamente y se rió en voz alta en la cama para afirmarse más. Pero al rato la punta de una tijera abría un diminuto agujero en los guantes. Como era incontestable que los dos microbios saldrían de allí, tendiose calmada. Pero por los agujeros iban a entrar todos… La madre sintió sus pies descalzos.
-¡Desdémona, mi hija! -corrió a detenerla. La joven lloró largo rato, la cabeza entre las almohadas.
A la mañana siguiente la madre, inquieta, levantose muy temprano y halló al costado de la palangana todas las vendas ensangrentadas. Esta vez los microbios entraron hasta el fondo, y al contarme Ofelia y Artemisa los cinco días de fiebre y muerte, recobraban el animado derroche verbal de otra ocasión, para el actual drama. FIN


Selección realizada opr el prof. Cristhian da Costa

jueves, 16 de abril de 2020

Decálogo del perfecto cuentista

Horacio Quiroga 

(1879-1937) 
Decálogo del perfecto cuentista 

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo. 
II 
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo. 
III 
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia. 
IV 
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón. 
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas. 
VI 
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes. 
VII 
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo. 
VIII 
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea. 
IX 
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino. 
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento. 

Babel, julio de 1927.

Géneros literarios

Comencemos viendo un breve video

Te propongo lo siguiente:

  1. Vuelve a mirar el video y lee con atención TODOS los textos que aparecen a continuación.
  2. Una vez hecho esto, clasifica los textos en tres categorías, las que se detallan en el video. Explica a qué género literario pertenece cada uno, nombrando  cada uno de ellos, y qué características en común, o diferencias, poseen entre sí.
  3. Realiza una breve reflexión o comentario sobre cada uno de los textos: ¿qué imopresiones obtuviste?, ¿qué te pareció?, ¿qué emociones te generó?, etcétera.

MARIO BENEDETTI

Cuando éramos niños
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.

Luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.

Ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.

JULIO CORTÁZAR

Continuidad de los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

VÍCTOR MANUEL LEITES 

Doña Ramona (Fragmento)
PERSONAJES

Magdalena 
Dolores 
Amparo 
Concepción 
Alfonso 
Ramona 
Sra. Lautier
Primera parte

Magdalena carga con dificultad un gran canasto con provisiones. Se detiene en medio del escenario y mira con precaución hacia los lados. Pone el canasto sobre la mesa y revuelve con fruición seleccionando un paquete, lo perfora y vuelca el contenido en os bolsillos del delantal. En plena operación se escucha la voz de Dolores que la está buscando: “Magdalena, no te pierdas esto!”, Sobresalto y apuradas maniobras de Magdalena. Durante casi toda la escena su atención será para el canasto y los comestibles. 

DOLORES. -¡Magdalena... mira... mirá estos figurines! ¡Fijáte qué vestidos! 
MAGDALENA.- Ja... ¡justo como para mí! 
DOLORES. - ¡Faldas amplias de terciopelo inglés, alforzas, trencillas, bordados, mangas abullonadas, cinturas como avispas! ¿Qué te parece? 
MAGDALENA- ¡Uy! Pero fíjese en esto, niña Dolores, ¿qué es? 
DOLORES.- Sombreros. ¡Sombreros como pájaros, seis, siete, ocho plumas! Sombreros con alas, con cintas y tules.. 
MAGDALENA.- Se lo dije: nada pa'mí. 
DOLORES. -¡No te vayas...! También aquí, hay algo para vos... ¡Aquí dice que tendrás un día de descanso a la semana! ¿Te das cuenta? ¡Y además no podrás trabajar más de nueve horas por día... ¡La cara que pondrá Alfonso cuando esta ley se apruebe! 
MAGDALENA.- ¿Cómo? ¿También se enterará su hermano Alfonso? 
DOLORES. - Ya lo creo. Será una Ley de la Nación. 
MAGDALENA.-Entonces no hay nada que hacerle... 
DOLORES- Pero ¿no estás contenta? 
MAGDALENA.- ¿Y será obligación? 
DOLORES.- Claro, una ley es una ley. (Señalando el retrato.) ¡Del propio Presidente Batlle! MAGDALENA. -¡Un día entero fuera de la casa! ¿Dónde me meto?¿Dónde duermo? ¿Y comer? ¡Me quiere decir qué hago todo el santo día hasta la noche, eh! 
DOLORES. - Pero mujer, es una conquista enorme. Trabajarás sólo nueve horas. 
MAGDALENA. -¿Y dónde está la ganancia? Cinco horas me lleva solo la cocina y los patios. Después quedan los cuartos, la ropa, los pisos, sin hablar del planchado, los muebles y los mandados. ¡Cómo voy a hacer todo eso en sólo nueve horas! Perdóneme, pero su ley es un soberano abuso. 
DOLORES. - Traquilizate: se trata de un beneficio para los trabajadores. 
MAGDALENA- Pero, como siempre, quien se beneficia es el patrón. ¡Claro, como una no entiende nada de política, abusan! (Agarra el canasto.) ¡Nueve horas para todo el trabajo! ¡Una tiene sólo dos manos, qué embromar! 
DOLORES - ¡Pero no seas testaruda! Si primero desconfiás, nunca vas a entender nada. Lo que aquí dice... 
AMPARO. -Otra vez llenándole la cabeza a Magdalena. Cuándo dejarás de repetir como un loro toda esa fanfarria que leés.
DOLORES. - ¡Fanfarria! ¿Cómo fanfarria? 
AMPARO. - ¿Y qué hace aquí el pedido del almacén? (A Magdalena.) No me digas que tardó casi una hora en llegar desde el zaguán hasta aquí. (Revisa el canasto). Y vos, en lugar de leer tantas macanas podías haber controlado el pedido. 
DOLORES. - Pues esas "macanas" las lee mucha gente. 
AMPARO. - Yo diría que demasiada. 
DOLORES. -Es el diario del presidente, qué embromar. ¡Bien que tienen su retrato! 
AMPARO.- Cosas de tu hermano. Él dice que un comerciante tiene la obligación de ser oficialista, aunque le reviente. (A Magdalena.) Che, ¿otra vez se desparramó el azúcar? ¡Mmm! Lleva todo. (Le saca el diario y lo pone en el canasto.
MAGDALENA.- ¿El diario también? 
AMPARO. - SÍ, total, vos no sabés leer. 
DOLORES (a Magdalena que sale, desafiante). - No importa, cuando tengas un poco de tiempo y ganas, yo te enseñaré.
(AMPARO Y DOLORES HAN QUEDADO SOLAS.)
AMPARO. - Lo que faltaba; a ésta le ha dado por robar azúcar. 
DOLORES.- Saca un poco para el mate. Te metes hasta en lo que no vale la pena. 
AMPARO. -¡Claro, mocosa! ¿O te creés que la casa marcha sola? 
DOLORES. - Bien podría; plata no nos falta. 
AMPARO. -Ordinaria. ¡Plata, plata... materialismo! Ese es el resultado de leer ese pasquín. No, no te rías. Muchos opinan como yo. 
DOLORES.- Justo, los que tienen plata. (Al ver el gesto.) Bueno, no te enojes. Sólo quería decir que la barraca es grande y Alfonso no la lleva mal. 
AMPARO.- Pero él es un hombre y los hombres están fuera de casa, Y aquí la que tiene que estar siempre al pie del cañón soy yo. 
DOLORES.- Está bien, está bien. ¡Basta de tus sacrificios! (Inicia mutis.) 
AMPARO. -¡Y el primero fue ocupar el lugar de nuestro padre y nuestra madre! ¡Que Dios los tenga en su Santa Gloria! (Al ver que Dolores se va sin hacerle caso.) Dije: ¡Que - Dios - los - tenga - en - su - Santa Gloria! 
DOLORES- (Sin ganas). - Amén. 
AMPARO - A veces pienso que de haberme casado, yo no sería la solterona a quien todos se complacen en fastidiar... 
DOLORES. - Novio conociste, Y dicen que se "conocieron"' bastante... 
AMPARO - ¡Cuidado! ¡Nada de insinuar cosas ni en broma! 
DOLORES- (Abrazándola). Bueno, basta ya. No fue mi intención ofenderte. Y en cuanto a eso de solterona, todavía está por verse. 
AMPARO. - Eso es lo peor: solterona. ¿Por qué, Señor, no me casé cuando tuve la oportunidad?... Porque a mí me tocaba primero. ¡Soy la mayor, no! 
DOLORES. - Y te casarás. Verás que el día menos pensado tendremos confites en tu honor. 
AMPARO (Incrédula). - Anda, anda... confites. 
DOLORES. - ¡El futuro se anuncia lleno de promesas! Gente nueva, nuevas costumbres, la ciudad entera crece... 
AMPARO. -El vicio crece. 
DOLORES. -Modas paquetas y lujosas: gente nueva y fascinante... 
AMPARO. Bah, puro gringo'. 

MARIO BENEDETTI

Los bomberos
Olegario no solo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites. 
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”. 
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban. 
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires. 
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

ROBERTO ARLT 

La isla desierta (Fragmento)
PERSONAJES

EL JEFE. 
MANUEL. 
MARÍA. 
EMPLEADO 1.º. 
EMPLEADO 2.º. 
TENEDOR DE LIBROS. 
EMPLEADA 1.ª. 
EMPLEADA 2.ª. 
EMPLEADA 3.ª. 
CIPRIANO,   mulato. 
DIRECTOR.
Acto único

ESCENA

Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los EMPLEADOS. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del JEFE, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón de un décimo piso.

EL JEFE.-  Otra equivocación, Manuel.
MANUEL.-   ¿Señor?
EL JEFE.-   Ha vuelto a equivocarse, Manuel.
MANUEL.-  Lo siento, señor.
EL JEFE.-  Yo también.  (Alcanzándole la planilla.)  Corríjala. (Un minuto de silencio.)  
EL JEFE.-   María.
MARÍA.-   ¿Señor?
EL JEFE.-  Ha vuelto a equivocarse, María.
MARÍA.-   (Acercándose al escritorio del JEFE.)  Lo siento, señor.
EL JEFE.-  También yo lo voy a sentir cuando tenga que hacerlos echar. Corrija.

Nuevamente hay otro minuto de silencio. Durante este intervalo pasan chimeneas de buques y se oyen las pitadas de un remolcador y el bronco pito de un buque. Automáticamente todos los EMPLEADOS enderezan las espaldas y se quedan mirando la ventana.

 EL JEFE.-   (Irritado.)  ¡A ver si siguen equivocándose!
(Pausa.)
EMPLEADO 1.º.-   (Con un apagado grito de angustia.)  ¡Oh!, no; no es posible.
(Todos se vuelven hacia él.)
EL JEFE.-   (Con venenosa suavidad.)  ¿Qué no es posible, señor?
MANUEL.-  No es posible trabajar aquí.
EL JEFE.-   ¿No es posible trabajar aquí? ¿Y por qué no es posible trabajar aquí?  (Con lentitud.)  ¿Hay pulgas en las sillas? ¿Cucarachas en la tinta?
MANUEL.-    (Poniéndose de pie y gritando.) ¡Cómo no equivocarse! ¿Es posible no equivocarse aquí? Contésteme. ¿Es posible trabajar sin equivocarse aquí?
EL JEFE.-  No me falte, Manuel. Su antigüedad en la casa no lo autoriza a tanto. ¿Por qué se arrebata?
MANUEL.-  Yo no me arrebato, señor.  (Señalando la ventana.)  Los culpables de que nos equivoquemos son esos malditos buques.
EL JEFE.-   (Extrañado.) ¿Los buques?  (Pausa.) ¿Qué tienen los buques?
MANUEL.-  Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices.  (Se deja caer en la silla.) No puedo más.
TENEDOR DE LIBROS.-  Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos equivocábamos nunca.
MARÍA.-   Cierto; nunca nos sucedió esto.
EMPLEADA 1.ª.-  Hace siete años.
EMPLEADO 1.º.-  ¿Ya han pasado siete años?
EMPLEADO 2.º.-  Claro que han pasado.
TENEDOR DE LIBROS.-  Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para la contabilidad.
EL JEFE.-  ¿Lo creen?
MANUEL.-   Todos lo creemos. ¿No es cierto que todos lo creemos?
MARÍA.-  Yo nunca he subido a un buque, pero lo creo.
TODOS.-  Nosotros también lo creemos.
EMPLEADA 2.ª.-  Jefe, ¿ha subido a un buque alguna vez?
EL JEFE.-  ¿Y para qué un jefe de oficina necesita subir a un buque?
MARÍA.-  ¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque.
EMPLEADA 2.ª.-  Parece mentira que ninguno haya viajado.
EMPLEADO 2.º.-  ¿Y por qué no ha viajado usted?
EMPLEADA 2.ª.-  Esperaba a casarme...
TENEDOR DE LIBROS.-   Lo que es a mí, ganas no me han faltado.
EMPLEADO 2.º.-  Y a mí. Viajando es cómo se disfruta.
EMPLEADA 3.ª.-  Vivimos entre estas cuatro paredes como en un calabozo.
MANUEL.-   Cómo no equivocarnos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no hacen nada más que pasar barcos que van a otras tierras.  (Pausa.) A otras tierras que no vimos nunca. Y que cuando fuimos jóvenes pensamos visitar.
EL JEFE.-   (Irritado.)  ¡Basta! ¡Basta de charlar! ¡Trabajen!
MANUEL.-  No puedo trabajar.
EL JEFE.-   ¿No puede? ¿Y por qué no puede, don Manuel?
MANUEL.-  No. No puedo. El puerto me produce melancolía.
EL JEFE.-  Le produce melancolía.  (Sardónico.) Así que le produce melancolía.  (Conteniendo su furor.)  Siga, siga su trabajo.
MANUEL.-  No puedo.
EL JEFE.-  Veremos lo que dice el director general.  (Sale violentamente.

IDEA VILARIÑO 

Ya no
Ya no será 
ya no 
no viviremos juntos 
no criaré a tu hijo 
no coseré tu ropa 
no te tendré de noche 
no te besaré al irme 
nunca sabrás quién fui 
por qué me amaron otros. 
No llegaré a saber 
por qué ni cómo nunca 
ni si era de verdad 
lo que dijiste que era 
ni quién fuiste 
ni qué fui para ti 
ni cómo hubiera sido 
vivir juntos 
querernos 
esperarnos 
estar. 
Ya no soy más que yo 
para siempre y tú 
ya 
no serás para mí 
más que tú. Ya no estás 
en un día futuro 
no sabré dónde vives 
con quién 
ni si te acuerdas. 
No me abrazarás nunca 
como esa noche 
nunca. 
No volveré a tocarte. 
No te veré morir.

FLORENCIO SÁNCHEZ 

El desalojo (Fragmento)
PERSONAJES

ENCARGADA. 
VECINA 1.ª . 
VECINA 2.ª . 
INVÁLIDO. 
GENARO. 
JUAN. 
INDALECIA. 
CHICOS. 
UNA NENA. 
PERIODISTA. 
FOTÓGRAFO. 
VECINO. 
COMISARIO.
Escena I

ENCARGADA.-   (Saliendo de una de las habitaciones.)  Ya sabe, ¿eh? Bueno; que non se le orvide. Son cansada de esperar que hoy e que mañana e que de aquí a un rato...
VECINA 1.ª.-  ¿Qué le hemos de hacer? ¡Cuando no se puede, no se puede!
ENCARGADA.-  Antonce no se arquila los cuartos, ¿sabe? ¿Se ha pensao que estamo en una república, aquí?... L'arquiler es lo primero.
VECINA 1.ª.-  ¡Bueno, bueno!... ¡Basta! ¡No precisa hablar tanto!
ENCARGADA.-  Eso digo yo. Non precisa hablar tanto. A la fin de mes se paga e nos quedamos todos callao la boca...  (Alejándose.)  Sí, señor. E non precisa tanto orgullo... Se quieren vivir de arriba, se compra el palacio del congreso, ¿sabe? ¡en la calle Entre Ríos!...  (Tropieza con un mueble.)  ¡Ay!... ¡Dío!...
VECINA 1.ª.-   (Aparte.)  ¡No haberte roto algo!...
ENCARGADA.-  ¡Ay!... ¡Madona Santísima!... ¡Uiii!...  (Golpea el mueble con rabia, volviéndose a INDALECIA.)  ¿Y osté también se ha pensao tener todo el año esto cachivache ner patio?... Non tiene vergüenza...
INDALECIA.-  ¡Pero, señora...! Si yo...
ENCARGADA.-  ¡Un corno! Se le hubiesen tirao esta porquería de muebla a la calle, non estaría tanto tiempo sen buscar pieza. Parece mentira.  (Quejándose.)  ¡Ay, ay, ay!...
VECINA 2.ª.-   (Aproximándose.)  ¿Se lastimó mucho, señora?...
ENCARGADA.-  ¡Qué sé yo!... Un gorpe tremendo.
VECINA 2.ª.-  ¡A ver! Esos golpes saben ser malos...
VECINA 1.ª.-   (Burlona.)  ¡Ah!... Se le puede formar un cáncer... Llamen a la Asistencia...
ENCARGADA.-  Mire, mire, doña Francisca. Venga.
(Se oculta detrás de los muebles para enseñarle la pierna lastimada. Dos inquilinos que salen rumbo a la calle, se detienen a mirar.)  
VECINA 2.ª.-  ¡Ay, qué temeridad!...
ENCARGADA.-  Ner mismo güeso... Vea.  (Viendo a los vecinos.)  ¿Y ustedes qué quieren? ¿No tienen nada más que hacer?...
VECINA 2.ª.-  ¡Ave María! ¡Tanta curiosidad!...
(Los dos vecinos se alejan riendo.) 
VECINA 1.ª.-   (Deteniéndolos.)  Diga, Juan, ¿no sabe si dan baile este sábado los «Adulones del Sur»?
JUAN.-  Creo que sí.  (Mutis de ambos.) 
VECINA 2.ª.-  Lo que es usted no faltará.
VECINA 1.ª.-  No estoy invitada. La fiesta es pa ustedes los socios, no más... ¡ja, ja!...  (Mutis.) 
VECINA 2.ª.-  ¡Dispará no más, comadre!...
ENCARGADA.-  ¡Déquela!... Non vale la pena...
VECINA 2.ª.-  Tiene razón. Venga a mi cuarto. Le daré una frotación de aguardiente... Venga... También, la verdad es que ni se puede caminar en este patio.
ENCARGADA.-  Naturalmente. Con toda esta porquería de cachivache adentro...
VECINA 2.ª.-  Un día, pase; dos, también; pero más, ¡es demasiada pachorra!...
INDALECIA.-   (Tristemente.)  ¡Ay, señora; ruéguele a Dios que no se vea en nuestro caso!
VECINA 2.ª.-  ¡Pierda cuidado!... Mientras él me dé salú para trabajar, puedo estar tranquila. No ha de ser esta persona quien se quede de brazos cruzados esperando que las cosas caigan del cielo.
ENCARGADA.-  Eso, eso digo yo. Mire, doña Indalecia; crea que no lo hago de gusto, porque el buen corazón lo tengo, ¿sabe? Ma non se puede estar estorbando a la quente todo el tiempo...
INDALECIA.-  ¿Qué debo hacer?... ¿Quieren que me tire al río con todos mis hijos?
VECINA 2.ª.-  No decimos tanto. Pero... moverse, caminar, buscar trabajo... En este Buenos Aires no falta en qué ganarse la vida. 
INDALECIA.-  ¡Pero señor! Si no he hecho otra cosa que buscar ocupación. Ustedes bien lo saben. Costuras no le dan en el registro a una mujer vieja como yo. Ir a la fábrica no puedo, ni conchavarme, pues tengo que cuidar a mis hijos...
ENCARGADA.-  Ma dícame un poco, ¿qué le precisa tener tanto hijos?... Si no hay con qué mantenerlos, se agarran y se dan.
VECINA 2.ª.-  ¿Y los asilos?
VECINA 1.ª.-  ¡Oh!... ¡Eso es muy fácil decirlo!... ¡Pobrecitos!...
ENCARGADA.-  Pobrecito, pobrecito, e mientras tanto muerto de hambre como los gatos, robando la comida en casa de lo vecino...

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

La marioneta de trapo
Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva, pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos perdemos sesenta segundo de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás se duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate…
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón… Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna.
Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…
Dios mío si yo tuviera un trozo de vida… No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor.
A los hombres, les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas, pero dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho a mirar a otro hombre hacia abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo...

DELMIRA AGUSTINI

El intruso
Amor, la noche estaba trágica y sollozante 
cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura; 
luego, la puerta abierta sobre la sombra helante, 
tu forma fue una mancha de luz y de blancura.

Todo aquí lo alumbraron tus ojos de diamante; 
bebieron en mi copa tus labios de frescura; 
y descansó en mi almohada tu cabeza fragante; 
me encantó tu descaro y adoré tu locura.

¡Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas; 
y si duermes, duermo como un perro a tus plantas! 
¡Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;

y tiemblo si tu mano toca la cerradura; 
y bendigo la noche sollozante y oscura 
que floreció en mi vida tu boca tempranera!


Trabajo realizado por el prof. Cristhian da Costa

Actividad sobre "La canción de Rolando"

  ACTIVIDAD: Análisis de La canción de Rolando Elegir uno de los siguientes pasajes para trabajar: Advertencia del traductor. A...